miércoles, septiembre 30, 2009

Anticamino

Con esa tensión que provoca la incertidumbre. Con ese ¿engaño? –¿autoengaño?- puesto a la venta en cada esquina para arrastrarnos de nuevo al principio del círculo.

Si me encuentras, es mejor que me devuelvas, créeme.

Yo sólo buscaba perderme. Y ya lo conseguí. Y me perdí nuevamente en cada pérdida.

Era extraño descubrirnos de nuevo, después de todo. Los mismos, pero renovados. Para luego volvernos viejos otra vez y vernos sin ese brillo de las cosas nuevas cubiertos de un polvo que todo lo vuelve gris y poco atrayente e incluso a veces hostil y desagradable.

Pero era tan fácil y tan acogedor y tan esperanzador amarrarse a ese engaño y a ese brillo aparentemente nuevo. Era vestirse otra vez con la gala de esas ilusiones, recubrirnos de una felicidad que en realidad le estábamos robando a otro tiempo.

Y, sin embargo, cada vez que te marchabas, me dolía un poco. Siempre me dolía en realidad. Aún me dolían las marchas pasadas. Aún las recordaba.
Por eso me sumergía de lleno en una contradicción sin importarme nada. Te largaba y al mismo tiempo te retenía para cruzar la puerta de un limbo que me hacía escapar transitoriamente del riesgo, del paso dado, de la decisión tomada (o aparentemente tomada).

Entonces bajaste las escaleras. Y yo te habría perseguido, pero en ese pozo de contradicción también quería que te marchases y quedarme sola. Por eso a veces me quedaba callada, y paralizada, sobre todo paralizada. Para no mancharte con mi barro gris, siempre gris. Porque yo siempre fui gris a pesar de mi amor por los colores cálidos y claros.

Porque se supone que ya había aprendido. Pero, en realidad, nunca aprendí. Ni siquiera lo intenté. Era demasiado tarde para cambiar los papeles de sometido y poderoso en la relación con los cables irracionales y sentimentales que me trastornaban y me movían (y cruzaban los hilos) a su antojo.

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