Palabrería.
No somos más que objetos que cobran vida y forma por boca de los demás. Son los
demás los que nos dibujan, los que nos forman y nos de-forman con sus palabras.
Vivimos encerrados en nuestras subjetividades. A veces estas chillan
simultáneamente. Y estalla la locura. Cuando ya no son capaces de relacionarse
y sólo quieren devorarse unas a otras. Imponerse. Las lecturas cargadas de
certeza me agotan. ¿De dónde las obtiene la gente? ¿Alcanzo a ver las que cargo en mi espalda?
La
realidad se dibuja también a través de la palabrería. Pero también a través de
esa palabrería la escondemos, la moldeamos a nuestro antojo ante los ojos de
los demás, la fabricamos sin piedad, aun al precio de destruirla.
Por
eso la temo, porque es muro y laberinto a la vez (de cartón piedra, poco
sólido), porque (nos) esconde. Y porque tengo pavor a vivir rodeada de ocultamientos (pavor inútil que no confirma sino que vivimos de las autoficciones que proyectan relatos en los que todo lo que conocemos es cierto y no hay nada de lo que sucede a nuestro alrededor que desconozcamos). Pero, ¿puedo acaso juzgar(nos)? Tenemos der(h)echo a ocultarnos, a tener nuestras sombras, nuestros
secretos. No podemos poner a todas las verdades a gritarse unas a otras al
mismo tiempo. No podemos intensificar la jaula de grillos en la que vivimos.
Jaula
de grillos. Qué gran metáfora de nuestro tiempo. Grillos en el teléfono móvil.
Grillos en la tele. Grillos en los periódicos. Grillos en las casas. Grillos en
las calles. En los paseos. Grillos por todas partes, peleando por ser
escuchados.
Para
escapar: silencio. Silencio o música. Todo lo que acalle a los grillos, también
a los nuestros, a los que nos habitan y nos piden -para no ser menos- exhibirse
también. A los que se ufanan de ser más coherentes, menos locos, más sensatos,
más lúcidos, más ciertos. Bobos todos. Grillos al fin y al cabo.