miércoles, enero 27, 2016

Palabrería

Palabrería. No somos más que objetos que cobran vida y forma por boca de los demás. Son los demás los que nos dibujan, los que nos forman y nos de-forman con sus palabras. 
             Vivimos encerrados en nuestras subjetividades. A veces estas chillan simultáneamente. Y estalla la locura. Cuando ya no son capaces de relacionarse y sólo quieren devorarse unas a otras. Imponerse. Las lecturas cargadas de certeza me agotan. ¿De dónde las obtiene la gente? ¿Alcanzo  a ver las que cargo en mi espalda?
La realidad se dibuja también a través de la palabrería. Pero también a través de esa palabrería la escondemos, la moldeamos a nuestro antojo ante los ojos de los demás, la fabricamos sin piedad, aun al precio de destruirla.
Por eso la temo, porque es muro y laberinto a la vez (de cartón piedra, poco sólido), porque (nos) esconde. Y porque tengo pavor a vivir rodeada de ocultamientos (pavor inútil que no confirma sino que vivimos de las autoficciones que proyectan relatos en los que todo lo que conocemos es cierto y no hay nada de lo que sucede a nuestro alrededor que desconozcamos). Pero, ¿puedo acaso juzgar(nos)? Tenemos der(h)echo a ocultarnos, a tener nuestras sombras, nuestros secretos. No podemos poner a todas las verdades a gritarse unas a otras al mismo tiempo. No podemos intensificar la jaula de grillos en la que vivimos.
Jaula de grillos. Qué gran metáfora de nuestro tiempo. Grillos en el teléfono móvil. Grillos en la tele. Grillos en los periódicos. Grillos en las casas. Grillos en las calles. En los paseos. Grillos por todas partes, peleando por ser escuchados.



Para escapar: silencio. Silencio o música. Todo lo que acalle a los grillos, también a los nuestros, a los que nos habitan y nos piden -para no ser menos- exhibirse también. A los que se ufanan de ser más coherentes, menos locos, más sensatos, más lúcidos, más ciertos. Bobos todos. Grillos al fin y al cabo.