viernes, octubre 30, 2009

Las edades de Lulú

“Su lengua siguió allí, firme, hasta que cesó la última de mis pequeñas sacudidas. Sus dedos aún me penetraban cuando apoyó la cabeza encima de mi ombligo, y sólo entonces me atreví a meditar, a calcular las consecuencias de lo que había ocurrido en la segunda noche más larga de mi vida. La posibilidad de interpretar aquella batalla como un pacífico empate, me reconfortó por un instante. Hemos hecho tablas, quise pensar, hemos intercambiado placeres individuales, me ha devuelto lo que antes me había arrebatado. Era un punto de vista, discutible desde luego, pero no dejaba de ser un punto de vista. Supongo que en aquel momento no me di cuenta de que ya era capaz de elaborar mis propias clases teóricas, pero lo cierto es que no tuve que esforzarme demasiado para convencer a mi única alumna, que era yo misma.

-Te quiero.

Entonces recordé que ya me lo había dicho antes, te quiero, con el mismo tono solemne, grave, con el que me había advertido una vez que el amor y el sexo no tienen nada que ver, y me pregunté hasta dónde llegarían, qué significarían en realidad aquellas dos famosas palabras, mientras él se tumbaba a mi lado, me besaba, y se daba la vuelta para quedarse boca abajo. No quería perderlo tan pronto, así que me encaramé con cierta dificultad sobre su cuerpo, coloqué mis piernas encima de las suyas, cubrí sus brazos con los míos y apoyé la cabeza en el ángulo de su espalda. Él me recibió con un gruñido gozoso.

-¿Sabes, Pablo?, te estás convirtiendo en un individuo peligroso –sonreí para mis adentros-. Últimamente, cada vez que te veo, estoy una semana sin poder sentarme.”

Almudena Grandes

miércoles, octubre 21, 2009

Tormentas

La tormenta irrumpió agujereando el restaurante casi vacío y se esfumó antes de la medianoche. Madrid, después de golpear ferozmente el asfalto con una lluvia tan brusca, pareció quedar exhausta. Pero aquella noche, no podía ser de otro modo. Todo estaba patas arriba. Lloviese o no, el cielo no podría comportarse con calma o delicadeza. Cualquier cosa que se produjese bajo aquella lluvia, sería salvaje y cruel. Mi tormenta, además, se prolongó hasta la madrugada.

Llovió tan brutalmente aquella noche que se partieron los tejados, se inundaron los pequeños recovecos del (mal) asfaltado terreno y las hojas crujientes del otoño se transformaron en amasijos de pasta empapada y desagradable, como aquella que teníamos pegada en la piel desde hace meses y de la que no lográbamos desprendernos. Aún creíamos que podríamos reparar sus componentes, repintar las hojas una a una de verde y volverlas a colocar.

Pero en algún momento dejé de comprenderme para comportarme como aquella lluvia que en lugar de crear hojas verdes, jóvenes y brillantes producía únicamente agujeros y lo inundaba todo de sentimientos demasiado intensos y dolorosos que sólo engendraban lodos desagradables.

Te regalé una síntesis del mundo, pero el viento de aquella tarde agitó nuestros recuerdos para abofetearnos sin piedad con su tristeza y nos apartó de cualquiera de los 1.000 destinos fantásticos que proponía esa síntesis. No hay mayor capacidad de volar, de exiliarse o de aislarse que en uno mismo.

Después, cuando me marché dejando atrás la música celta proveniente de las montañas y las ventanas a los lugares a los que era tan fácil llegar desde las postales de tu cuarto, cuando corrí apresuradamente a robar instantes de soledad nocturna a las calles y a las estrellas, ambas recién envenenadas por una lluvia capaz de remover todo (por dentro y por fuera), el roce de mis vaqueros arrastrando la tierra y las hojas sucias y empapadas era un sinónimo perfecto de incomodidad, de hastío, de cansancio, de profundo cansancio. El olor a humedad era demasiado intenso. La alegría del vino ya había pasado. Todo era denso, espeso, eterno. Todo parecía extenderse más de la cuenta… en un lugar en el que parecía haber dejado de existir el tiempo, el espacio… Dónde no había nada, salvo recuerdos, dolor y confusión. Y de dónde siempre pretendíamos extraer un sorbo más del fondo.

Te regalé el mundo. Precisamente ése del que yo parecía estar cada vez más distante, pero el único mundo que tú deseabas era aquél que no me excluía. El cristal del coche estaba horrorosamente sucio y las lentillas blandas se convirtieron en lentes inservibles y punzantes. Pero ya quedaba menos para volver al refugio, lejos de los restos desparramados que las dos tormentas (la de fuera y la de dentro) habían dejado tras de sí.