miércoles, septiembre 22, 2010

Para qué

Todo solía trastocarse en cuestión de segundos.


La presión no era suficiente para llevarle en helicóptero y, mientras, nudos de garganta que crecían y se enrollaban y se desenrollaban para colar después sus puntas hasta las yemas de los dedos, hasta la cabeza, hasta las piernas. Todo se iba atando y tensando mientras otras tensiones iban desapareciendo.


Algo había acabado como algo natural pero al mismo tiempo como algo que ponía un punto, que cambiaba las cosas, que constituía un recomenzar en medio de esos cielos grises. Que obligaba a mirarnos, a cuestionarnos, ¿qué? ¿Qué estábamos haciendo? ¿Estábamos viviendo realmente? ¿Estábamos conociéndonos, rompiendo muros? Sólo la ruptura de los muros conllevaba una felicidad plena, y quizás no los estuviéramos rompiendo adecuadamente.


Me obsesionaban demasiado. Los conocidos-desconocidos. O los supuestos conocidísimos… tan, tan desconocidos, tan lejanos.


Algo se rompía en este ciclo. Un polvo pegajoso de tristeza se iba adhiriendo a nuestra piel, filtrándose por nuestros ojos para siempre mientras las horas pasaban así, pensando y no pensando en el otro lado.

Era en ese momento en el que los ojos solían posarse sobre algún objeto. Unas llaves de coche, por ejemplo, que empezarían a girar, sumisas, bajo alguna retina sedienta de distracción y cansada de ojos, cansada de lágrimas, cansada de pensar. Entonces era necesario perder nuestras miradas, flotar, olvidar quizás.


Recordar, perderse, recordar, perderse, imaginar cómo…

Pero imaginar podía ser también una estupidez porque quizás, en el fondo, ya supiésemos el modo en que todo acabaría. Lamentándonos (por la cuestión de los muros)


Y así otra noche (tan cercana a la otra…) nos acostamos sabiendo (sintiendo) que a unos metros de asfalto (terrenal) dormía él. Tan frío, tan oscuro, tan allí.


Y el allí complicaba un poco el aquí porque no era fácil para los de aquí imaginar el allí, ubicar a las personas que antes estaban aquí… allí, entre tanta lluvia y tantos relámpagos y truenos como había hoy…


Entonces los de aquí echábamos en falta la infancia, ese áurea de ignorancia ingenua, en el que creíamos a pies juntillas lo del cielo, lo de que “allí” se reunían con los que habían partido antes… Pero claro, eso era un poco como los reyes magos… te valía antes… bajo el otro áurea…


Y entonces, imperceptiblemente, bajo el sentimiento post. de que la vida parecía ser dos días y había que aprovechar esos dos días aunque luego fueran 6 (de los que seguramente seguirían valiendo sólo dos…) habíamos comenzado a caminar inertes, a conducir inertes, a sentir en nuestra piel la indiferencia de tantas y tantas cosas porque para qué


Al principio pensaste que el amor nos salvaría de la vida como escribió Velaza, pero luego empezaste a sentir, a oler ese fino polvo de tristeza incrustada que no se marchaba, con el que te tropezabas cada vez que levantabas los ojos o cada vez que te escudriñabas en cada repaso matinal, cuando aún en la cama percibías que para qué


(2 de septiembre de 2010)