viernes, agosto 02, 2013

Raíces (I)


No hay regreso a los instantes. No volveré a París en 2008. No volveré a León en 2009. No volveré a Madrid en 2011. No volveré a ninguno de esos lugares. No volveré a saber lo que es tener abuela. No volveré a ser cuidada por mi abuela María o por mi abuela Teodora. Teodora. Ahora suena tan raro su nombre.
¿Qué hacemos con todos esos no regresos? ¿Qué hacemos con el pasado? ¿Qué hacemos con la vida?
Siempre las mismas preguntas. Los mismos ruidos en mi cabeza.

Recuerdo el viento de una tarde de otoño en las afueras de la filmoteca de París.
Cómo estaba atrapada en aquel parque. Cómo mis pensamientos lo invadieron todo.
Lo díficil que era despegarse de ellos, encontrarme sin ellos.

¿Volveré a esas calles? ¿Volveré a esa soledad?

Al fondo, siempre está el sentido. El maldito sentido. Significados. El temor a un significante vacío.
Esos temores que sólo se solapan agarrando la mano de un ser amado.

De repente, te sientes espectador, pasajero consternado, en shock: ves el desfile de luchas, de creencias, de batallas, de sin sentidos, de hipocresías, de cinismos, de trajes, de estancamientos absurdos, de podredumbre moral e intelectual, de pensamientos, de sentimientos.
Y todo eso, un desfile, un escenario. Algo que fluye sin cauce.
Algo de lo que hubiéramos perdido el control. Un tren descarrilado.

Y, sin embargo, sigues, sigues aferrado a todas esas concrecciones. Sin saber muy bien por qué.

Luego hay gente que desaparece. Tú no tendrías el valor. Tú crees que vale la pena estar aquí, en la intensidad de sentirte vivo, aunque a veces se te escape. Tú crees en todo eso, pero no puedes describir el sentido.

Tiene que haber algo más que lo que te mueve a llorar cuando alguien te dice que ya no tiene ganas de vivir. Tiene que haber algo más que la conmoción por la vida. Tiene que haber algo más que darte cuenta del inconmesurable valor de que el sol salga cada mañana, de que tu menstruación siga el ritmo de la luna o de lo feliz que fuiste con un amor o con una amistad. Pero atrapada en estas carreras, en estas paredes, en estas autopistas enfermizas, no puedes verlo, olerlo, presentirlo.

Quizá, en Real de Catorce, quizás allí, en esa montaña, de noche, presintiera algo de eternidad, algo de sentido instalado bajo ese techo natural. ¿Pero qué quedará de ese momento, de mi sentimiento? ¿Cuál es el efecto de ese sentimiento? ¿Qué significa que tengamos el privilegio de nacer y de tener consciencia de nuestra existencia para contemplar esos cielos, para amar, para vivir?

La certeza de que todo no puede ser gratuito. El placer, la emoción, el sufrimiento.

Todo nos habla, supongo, pero somos incapaces de escuchar. Y, cuando escuchamos, cuando apenas empezamos a escuchar algo, nos aterramos. Como aquella otra noche en una playa de Oaxaca.

Quizás hemos perdido los hilos, los cordones umbilicales.

Allí, en la noche, me sentía como en el inmenso útero de la tierra. Y consciente.
Visto desde arriba, ¿qué sentido tenemos?

Me preguntó por qué me daba miedo un cementerio si no creía que después de la muerte hubiera algo. Quizás por eso, porque son un recordatorio de nuestro destino, de nuestro final ineludible, una presencia que nos dice: "al final nada, al final huesos, al final polvo". Y quizás sólo eso bastaba para estremecerme. Pero no fuí capaz de explicarle todo aquello.

Curioso. Aquel camino que separaba aquel lugar donde el tiempo no pasaba, aquel pedazo de tierra que hace unas líneas comparé con un útero, y que ahora, escribiendo, me doy cuenta de que estaba próximo a un cementerio. Quizás porque el pre-nacimiento y la muerte son estados extra-terrenos.
Sin duda había "algo" allí.

Recuerdo también a la mujer que lloraba en la cala escondida a un lado de la playa.
El mar tiene esa capacidad de preguntarte por las orillas de la existencia.
La naturaleza sigue teniendo efectos sobre nosotros. Y cuando viajamos a lugares como Real de Catorce o como aquellas playas... vamos sin duda hacia esos encuentros.

Podemos considerar ese sentimiento anímico de la Naturaleza como más o menos determinante, pero lo cierto es que es algo que nos trasciende... porque nuestros cuerpos van a desaparecer, pero la tierra seguirá aquí, de una u otra forma...

Tenemos miedo a transformar nuestra presencia en una ausencia permanente.
Ausencia. Nada. Adiós.
Eso es la muerte. Una abstracción total.
La destrucción de la mayor de las concrecciones: el cuerpo.
Aunque el ánima del cuerpo contenga a su vez toda la conciencia de las abstracciones, todo...

Quizá, por eso, quiera tatuarme un árbol, para inscribirme un poquito de eternidad, de naturaleza, de algo que dura muchos, muchos años. De las raíces que son nuestros ancestros y nuestros marcos hacia atrás. Incluso aunque los desconozcamos, están ahí.

Y porque de ellas sale todo.
La raíz es el origen de la vida, son las primeras garras de la naturaleza, el signo de que están aquí para quedarse y que, a partir de ellas, todo lo demás, va a crecer.

Las raíces son el origen, pero contienen todo el desarrollo posterior, del mismo árbol, pero también a nosotros nos pasa así. Nuestras raíces psíquicas, geográficas, naturales... nos sostienen, nos construyen, nos explican, nos impulsan, y también quedarán ahí, cuando nuestras hojas ya no verdeen más.

Nuestras raíces nos atan a la vida, nos atan aquí, y lo seguirán haciendo después, de alguna forma. Supongo que eso esperamos, que nuestra presencia eche raíces de alguna forma para cuando ya no estemos.

2 de junio de 2013