Todo
ello mientras observamos esa pequeña puntita, esa área que representa el final
de nuestro cuerpo, el principio de la conexión con la Tierra, con ese planeta
que dicen que habitamos.
Con esa
piel –en mi caso, con frecuencia, fría- podemos tocar el asfalto o la hierba
fresca, la arena del mar, el tacto del agua, las piedras del río.
Es un
punto de conexión con el mundo. Lo hacemos girar, dibujamos invisibles,
acariciamos otros puentes.
Se le
conoce menos que a otras yemas más desnudas (las de las manos), pero está ahí y
podría sostenernos por sí sólo, como les pasa a las bailarinas.
Ellas
se asientan sobre ese punto, por eso no se confunden en ese momento sutil,
escuchan ciegamente, primero al canal izquierdo y luego al derecho, no permiten
transferencias.
Pero el
común de los mortales, estamos invadidos de ruidos, sobre expuestos al
desconocimiento.
Hace
falta rasparse los pies con las rocas y caminar descalzo, sentir la rugosidad,
la nieve, el polvo, la arena mojada y las hojas agujosas mezcladas con
pedacitos de corteza…
Hace
falta todo eso, y mil sensaciones más… para verse, para reconocerse como quien
acaricia el tronco de un árbol lentamente, muy lentamente…
Porque
en el origen todos fuimos árboles, de alguna manera… veníamos de ellos y no nos
negábamos…
Preferíamos
la fusión a la separación, la comunión a la tecnologización, el abrazo al muro
de piedra… el mundo vivo a sus espejos…